El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump no es, ni pretende ser, un hombre simpático. Quizás hasta sea incapaz de serlo, por naturaleza.
Pero el efecto de sus políticas, que comienza a verse, está bien lejos de haber sido lo que alguna vez predijera un hombre que está en sus antípodas, el premio Nobel Paul Krugman, cuando afirmara que, a la llegada de Donald Trump, veríamos «el colapso de la economía americana y el de los mercados financieros». Nada de eso ha sucedido. Las reformas de Trump, que ya están sobre la mesa, han, en cambio, dinamizado y beneficiado a la economía de su país. Al menos hasta ahora ha sido así.
La reforma fiscal anunciada ya ha sido realizada con la diligencia prevista. Las empresas norteamericanas ahora pagarán no el 35% de impuesto a las ganancias sobre sus utilidades, sino el 21%, lo que naturalmente ha mejorado sustancialmente la competitividad de los EEUU en todo el mundo. Y un sinnúmero de otros negativos pequeños tributos han sido eliminados, más o menos silenciosamente.
En paralelo, con estímulos fiscales se promueve la repatriación de aquellas utilidades que, por largo rato, habían estado «estacionadas» fuera de los EE.UU., para evitar que fueran gravadas. Esta es, ciertamente, una manera directa de estimular su inversión en el propio país de origen. El impuesto a las sucesiones de menos de diez millones de dólares ha sido, entre otros, también eliminado.
Y, como está sucediendo entre nosotros, en paralelo se está presionando a algunos estados para que también ellos acompañen el esfuerzo de estímulo mediante la disminución de la presión impositiva local. Más importante aún, la administración norteamericana puede ufanarse de haber eliminado velozmente algo así como la mitad de las normas burocráticas que encarecían la actividad en el país del norte. Incluyendo unas 1500 reglamentaciones en materia de protección ambiental y distintas limitaciones anacrónicas en el sector de las comunicaciones por Internet. Eso es desregular, en serio. De este modo se ha liberado a los actores económicos de una carga preliminarmente estimada en unos u$s 9000 millones.
Este año presumiblemente, Donald Trump enfrentará inevitablemente la necesidad de «re-balancear» el comercio con la potencia que ya es la gran rival de los EEUU: China. Hay una idea que supone gravar las compras de las empresas norteamericanas a sus filiales extranjeras, con una tasa del 20%. Pero la empresa no será fácil y generará turbulencias que deberán ser enfrentadas.
Mientras tanto, la tasa de desempleo norteamericana ha bajado y hoy -en una economía que crece al 3% anual de su PBI- ella es del orden del 4,1%. Ocurre que en la nueva era de Donald Trump se han creado más de dos millones de nuevos puestos de trabajo. No es poco.
La mejora en la rentabilidad de las empresas se refleja ahora en una prudente suba de los niveles salariales, bastante generalizada. Con la consiguiente inyección de optimismo social.
Donald Trump es exuberante, caprichoso, altivo, provocador, irascible e imprevisible. Pero si aquello de que «por sus frutos los conoceréis» es cierto, la gestión lo hace un gobernante exitoso. Es difícil enamorarse de él. Pero el nivel de confianza en el futuro de los norteamericanos está creciendo, por las razones antes referidas.